martes, 21 de julio de 2009

Todo empezó a cambiar desde que llego a Buenos Aires. El anonimato de las calles fue para el un alivio.
Miguel había crecido entre las palmeras y el remanso del rió Uruguay, en una casa de paredes anchas de adobe y largos pasillos que no llegaba a calentarse en invierno pero garantizaba una fresca siesta en verano. Habían pasado veinte años desde la última vez que había estado en ese patio, bajo esa pérgola. Su hermana Malvina le ofreció un vaso de limonada con hielo.

“Pensé que ibas a venir cuando murió el viejo, la vieja te estuvo esperando” le dijo con voz de reclamo pero sin mirarlo.

“Bueno, acá me tenés” le contesto el y se tomo un trago de limonada.

“Si. Es una pena que no llegaras antes…”

Undécimo hijo de trece, Miguel había crecido entre hermanas que le hacían los ruedos a los pantalones que heredaba de sus hermanos mayores. Compartía el cuarto con dos de ellos y leía escondido a Faulkner.

Siempre había sido el cómico de la familia, también de la escuela. Los de la normal siempre lo recordaron por sus imitaciones de chirolita, aunque el no les dio nunca el lujo de aparecérseles en ninguna reunión de ex alumnos. A las reuniones faltaron siempre el, Marcela Russo desde que se enamoro y se fue a vivir a Estados Unidos y Luis desde que se accidento con la moto doce años después del egreso.

Cuando Miguel se enteró lo de Luis- una tarde de jueves cuando una de sus cuñadas que había ido a Buenos Aires a hacerse unos estudios se lo comento con un tono entre tragedia y chimento – no sintió tristeza sino más bien melancolía. Entre sus recuerdos todavía estaban sus cuerpos saltando desde aquel tronco podrido al río, sus pelos rubios y los primeros tragos de licor de huevo a escondidas. Pobre Luis. Sin saberlo había sido la primera persona de quien se había enamorado. Un amor pueril, asexuado, de infancia. No pudo evitar imaginarse su cuerpo contra el asfalto y quedarse enredado en esa imagen por más de que su cuñada estuviera ya hace tiempo hablando de otra cosa.

Anibal se apareció en la galería, anunciándose con el golpe de la puerta de mosquitero que se cerraba tras de si, interrumpiendo el silencio y la limonada.

“Pero mira que nos trajo el rio!”y se acerco para darle un abrazo. “Miguel querido, como te hiciste rogar!”. Anibal era uno de los hermanos mayores, contador en el pueblo y camino a meterse en política. Prefirieron no recordar la última vez que se habían visto y en cambio hablar de cómo las cosas habían cambiado en Colon, como se habían asfaltado las calles del fondo, como habían tirado abajo la casa de las Vizzo para construir el Shopping y como los evangelistas se habían instalado en el viejo cine.

Miguel habia viajado a Buenos Aires con la idea de estudiar historia. Durante un tiempo se quedó en la casa de una hermana de su madre que vivía en un departamento en la calle Juncal. Era un tres ambientes amoblado en tonos beige. Miguel compartía el cuarto con Lautaro, un primito de cuatro años que siempre tenia mocos colgando de la nariz. La tía de Daniel trabajaba en el Banco Nación desde que su marido había fallecido de una insuficiencia cardiaca.

Miguel llegó a Buenos Aires en Febrero, a los pocos días de haber cumplido sus dieciocho. Terminaban las vacaciones de verano y la tía le había encomendado que lo llevara a Lautaro al cine de Corrientes. Se tomaron el subte y en pleno Pueyrredon y Corrientes se animo a acercarse a un puesto de diarios y admitir que estaba completamente perdido. De la mano con Lautaro, le pregunto a un hombre como llegar al cine que estaban buscando. Un hombre que pasaba justo por ahí escucho la tonada entrerriana del joven perdido y gentilmente se acerco a ayudarlo.

“Estas acá nomás, caminando son seis cuadras. A que hora tenés la función, pibe?”

“A las cinco” y agrego con cierta timidez “falta todavía, pero como no sabia como llegar, salimos con tiempo”

“Bueno… si queres, te invito a tomar un café a mi casa que vivo en el edificio de la esquina” le dijo el hombre con una voz apaciguada y de vino tinto

Miguel miro a Lautaro que todavía colgaba de su brazo, estaba con la boca abierta y los mocos colgando pero con las mirada fija en el hombre.

“El nene puede mirar los dibujitos y así no están dando vueltas por la calle” sostuvo el hombre.

“Vos queres mirar los dibujitos, Lauti? se animo a preguntar.

Caminaron hasta la esquina como el le había dicho y subieron al segundo piso por el ascensor. Lautaro miraba en silencio al hombre desconocido mientras Miguel lo observaba al pequeño y controlaba que no sacara los dedos del ascensor.

La casa del hombre era un dos ambientes apenas amueblado. Lautaro se quedo mirando la televisión en el living mientras en la cocina Miguel besaba a un hombre por primera vez. Entre sus recuerdos quedo un hombre de brazos fuertes acariciándolo con la misma sutileza con la que le pregunto si quería te o café. Miguel temblaba y reía de la excitación y del terror que le daba que el niño los encontrara. Se sintió cuidado, y querido por ese extraño que le acerco una servilleta cuando el joven virgen acabo con los pantalones puestos. Nunca había visto a nadie sonreírse con tanta dulzura.

Cuando sus hermanos se enteraron que era homosexual lo emborracharon y llevaron a los empujones a un cabaret de Gualeguaychú donde se decía que paraban las mejores mujeres. Llorando les pidió que lo dejaran en paz y humillado se tomo el primer colectivo que pudo a Buenos Aires. Nunca más volvió a Colon hasta aquella tarde veinte años después, bajo esa pérgola.

maría

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