lunes, 20 de julio de 2009

La carta que dejé

Sólo hay algo más extraño que morir: verse morir: y yo me vi morir.
Les cuento: estábamos frente a la entrada de la Garganta del Diablo. Él quería recorrerla conmigo; yo no quería entrar. Él decía que era una experiencia irrepetible, pero me daba miedo. Que sí, que no, que sí, que no: que sí. Ingresamos. La oscuridad anulaba los ojos, obligaba a las manos a descubrir el camino. Cada vez más encorvados, avanzábamos: debíamos aguantar el nauseabundo olor a humedad, los charcos de agua gélida bajo los pies, la impotencia provocada por la inutilidad de la vista. Necesitábamos llegar. De pronto, él encendió un fósforo: estábamos rodeados de huesos y calaveras. No sé si grité o no, pero sé que quise volver: de inmediato. Él dijo que retornar no era una posibilidad, que sólo había una salida y debíamos encontrarla: cueste lo que cueste. Seguimos. Cada cráneo, cada fémur, había pertenecido a alguien, a cualquier persona, y yo los pisaba, profundamente hasta quebrarlos, uno por uno: nunca había tenido tanto miedo. Quise volver, pero ya era tarde. Continuamos a paso lento, no sé si minutos u horas (en esos lugares el tiempo no es tiempo), hasta que divisamos una luz que se ampliaba progresivamente. Salimos. Parados sobre la diminuta cima de una montaña rocosa, el paisaje que se desnudaba ante nosotros era imponente: el ocaso anaranjado, desgarrado por nubes rosadas, envolvía decenas de cerros arcillosos. El vértigo me estremeció. Pretendí regresar, pero él se negó, dijo que era imposible, que una vez afuera no hay vuelta atrás. Penetré nuevamente en la cueva, intenté encontrar una escapatoria: en vano. Cuando anocheció, yo estaba desesperado: encerrado entre centenares de miles de hectáreas de territorio virgen. Y entonces para qué, para qué vivir estático, angustiado, sin la posibilidad de retroceder, eternamente: me arrojé al precipicio. Morí.
Mi siguiente recuerdo es mi funeral. De alguna manera, yo estaba entre algunos familiares y amigos, consciente de mi transparencia ante sus ojos. Y sólo allí supe lo que siempre había querido saber: quién iría a mi funeral y quién no, quién lloraría y quién no, por qué llorarían, por qué no, qué dirían de mí. Pero todos querían vivir esa experiencia: nadie se resistía a la Garganta del Diablo. Todos empaparon sus pies, todos aplastaron cráneos y, en un determinado momento, todos, al mismo tiempo, estuvieron en la cima, al tanto de su situación, desesperados, encerrados en libertad: y todos se tiraron. Ahora estamos de pie ante nuestras tumbas, todos invisibles, viendo nuestros funerales; y tan eternos, mucho más eternos que nosotros, el viento y la tierra, enterrándonos: como debe ser.

Nico.

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