Recuerdo con perfecta nitidez aquel sábado decembrino, semanas antes del fiasco del Y2K. Aquel día fue el Bar Mitzvah de mi mejor amigo, salón alquilado, arreglos florales, buffet de primera, cientos de sillas pulcras con moños elaborados. Sillas tristes y vacías, preguntándose qué hacer, bostezando de aburrimiento. Aquél día llovió de una manera que Noe hubiese quedado boquiabierto; y todos los invitados, toda la capital y alrededores se encapsularon en sus cuatro paredes, petrificados ante una naturaleza que irrumpía en el paisaje urbano, lo desbordaba, se adueñaba de él y lo desgarraba con la ira de una estampida de búfalos. De la montaña descendían rocas de siete, diez metros. Rocas que arrasaban personas, casas, autopistas. “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella”, decía Chávez en cadena nacional. “Y la venceremos”, dicen algunos que acotó luego.
Entre los escombros de su domicilio playero Dana pudo rescatar una foto, tesoro solitario, imagen que escapó al desastre como si hubiese estado rodeada por un aura protectora. Sólo eso, una tierna, inocente foto que le tomaron cuando ella tenía cuatro años. Y me la regaló.
Dos o tres días duró la catástrofe. Trágica muerte del único comediante venezolano que lograba hacerme reír. Decenas, quizá cientos de miles vieron con impotencia inefable el agua que arrastraba lo único que tenían en sus vidas. Pero los techos, sobre todo los techos permanecieron tatuados en mi retina. Techos de paja, de lata, de cartón navegaban serpenteantes en medio de la corriente furiosa de aquel diluvio arrasador que no entendía de miserias, como en un cuento de Rulfo.
Nico.
miércoles, 5 de agosto de 2009
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