Siempre esperábamos la llegada de aquel día, repetir el ritual del año anterior y del siguiente. Éramos pocos y niños, pero bien organizados y muy seguros de lo que hacíamos. Planeábamos el lugar, la hora, incluso cierto discurso, lema o pastiche de deseos. Recopilábamos el material con una ansiedad que empapaba nuestras manitos de sudor. Tachábamos días en el calendario, pulíamos detalles, hasta que no había nada más que pulir ni que tachar, y nos reuníamos todos, puntuales, en aquel espacio techado, húmedo, difícil acceso. Formábamos un círculo. La adrenalina contagiosa. La cara pintada con dedos de colores. Las chombas blancas, ya grises, firmadas por nuestros compañeros. La sonrisa imborrable del triunfo infantil. ¿Estamos todos? ¿Tenemos todo? No respondíamos con palabras. Respondíamos con una acción, simultánea y conjunta: tirábamos al centro nuestros cuadernos de matemática, de ciencias, de lengua, de sociales, armábamos una montañita. Alguien prendía un fósforo. Tercer grado ya era historia.
Nico
lunes, 12 de octubre de 2009
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